Hace pocos días, con horror nos enteramos que seis hombres violaron a una joven de 20 años dentro de un auto estacionado en el barrio de Palermo de Buenos Aires, en Argentina. Los violadores fueron detenidos luego que una pareja de panaderos los retuviera con ayuda de otros vecinos. Tras esto, argentinas y argentinos salieron a las calles a protestar exigiendo justicia.
Este espantoso crimen me recordó lo que también sufren las más de 2.400 mujeres en situación de calle, por quienes no se protesta, ni se hacen performances feministas. Como Mireya, una mujer en situación de calle, con graves de problemas de consumo que en una terapia, cuando los profesionales del Hogar de Cristo le preguntaron qué esperaba de su potencial rehabilitación, dijo:
“Yo lo único que quiero es que no me vuelvan a violar”.
Lo indignante es que en nuestro país esto no genera revuelo, ni debates ni preocupación política. Existe una suerte de pasividad cómplice. ¿Cómo dar la relevancia y urgencia a esta realidad, tratándose de ciudadanas de nuestro país, pero invisibles, incluso para muchas que se declaran feministas y recorrerán las calles este 8 de marzo para reivindicar nuestros derechos como mujeres?
En el Hogar de Cristo la dimensión de género se ha convertido en una cuestión crucial. Porque en una sociedad como la nuestra, el simple hecho de ser mujer conlleva obstáculos adicionales al reconocimiento de la dignidad humana. Es evidente que las reivindicaciones feministas deberían incluir dentro de sus demandas a las mujeres que caminan solas, que duermen arrinconadas, que buscan una falsa seguridad en abusadores para impedir que sean seis en patota los que las violen y no sólo uno. Estas mujeres invisibles merecen ser prioridad número uno y para eso es imperativo sacarlas de la calle, lograr que recuperen su vida y no tengan sueños que parecen pesadillas, como el de Mireya:
“Quiero que no me vuelvan a violar”.