Hace unos días cumplí 33 años internado en una clínica de lujo por coronavirus. Siempre usé mascarillas, me lavaba las manos a cada rato, siempre andaba con la botellita del alcohol gel. Pero me enfermé. Mi pareja también.
Comenzó con un poco de fiebre, dolor muscular y de cabeza, pero una noche empeoré. Llegué a la urgencia y en menos de un día me pasaron a la UCI. Ya no podía respirar. Estuve 10 días con ventilación mecánica.
10 días para pensar en mi propia muerte, mientras las enfermeras, doctores y kinesiólogos se desvivían por salvarme la vida. Es paradójico, pero esa proximidad anunciada de la muerte, representó una posibilidad de pensarla, de trabajarla, a pesar del rechazo, del miedo, del terror. Pensar en la muerte permite reactivar la vida. No hablo de la vida como un hecho biológico, sino en pensar la vida como algo que yo decido, quiero y anhelo. La mía y la de los otros.
El problema se da en el contexto social actual, cuando “pensar en la muerte” pasa a ser un privilegio para algunos pocos. El que tiene deudas; el que si no trabaja, no come; el que perdió el empleo, aquel que está con oxígeno en el pasillo del hospital, siente que tiene que salir adelante no más. Filosofar es un lujo que no cabe en la miseria.
La gran mayoría de los cerca de 23 mil muertos que se han documentado en Chile no han podido pensar en su propia muerte; han tenido que pasar verdaderos viacrucis para obtener un lugar en un hospital sin recursos y superado en capacidades. Ahora que las UCIs se copan de gente joven, yo, un afortunado, apelo a la conciencia de ese grupo que no cree en la vacuna, que no se cuida, que solo busca cómo juntarse a carretear burlando las medidas sanitarias, sintiéndose invencibles…