Invitado a dar el discurso de egreso de Ingeniería Civil Industrial de la Católica, miré por el retrovisor tras 25 años de haber dejado la Universidad. Esto, en un tiempo de graduaciones y cierres de ciclo, en que tantos jóvenes están definiendo sus opciones de futuro, mientras tantos otros no las tienen…
Durante mis años escolares y gran parte de la universidad, fui un alumno mimetizado con el resto. Ni siquiera reflexioné mucho en cuanto a la elección de mi carrera. Siempre mostré habilidades en matemáticas. Estudiar ingeniería no fue tanto una reflexión como un destino confirmado por que mi abuelo, mi padre y el único hermano de mi padre fueron ingenieros civiles de la UC.
Hasta el momento de ingresar a la universidad, no había enfrentado decisiones vitales significativas. Junto a 41 compañeros del colegio entré a ingeniería. El primer año se asemejó a un quinto medio. Y durante mi paso por la universidad persistí en ese mundo de privilegios carente de conciencia respecto a los dolores de la pobreza y la justicia social. Gran parte de mis compañeros, incluyéndome, vivíamos en la burbuja, no del 10% o del 5%, sino del 2,9% más rico del país; aquellos del grupo socioeconómico AB con ingresos familiares que superaban los seis millones y medio de hoy.
A pesar de estar preparándonos para liderar proyectos de gestión e ingeniería, éramos poco conscientes de los privilegios que teníamos y de las abismales diferencias con el restante 97% cuyo ingreso promedio familiar se situaba en torno al millón de pesos actual.
Fue gracias a Mané, mi actual señora, estudiante de Bellas Artes en la Chile, que me vinculé con un grupo de amigos artistas, cuyas perspectivas divergían de las que había experimentado en el colegio y en ingeniería. Fue entonces cuando mi inclinación artística se hizo más evidente. Comencé a escribir y la pintura se convirtió en mi principal pasión.
A pesar de estos cambios, la burbuja persistía
Un intento de desinflarla fue a través de un proyecto gestado en el centro de alumnos en el que participaba: las 2000 mediaguas para el 2000, hoy conocido como Techo para Chile. Esa iniciativa me expuso a la cruda realidad de la pobreza extrema en Lebu y Curanilahue y concretó mi vocación social.
Estaba en los últimos meses de mi carrera, y me enfrentaba a un dilema crucial: trabajar en una oficina, ganar dinero, tener una casa propia, una familia convencional, viajar, todo eso no me despertaba ningún interés. Así fue que me acerqué al Hogar de Cristo, donde ingresé como coordinador de voluntariado con el sueldo mínimo de entonces.
El plan era trabajar ahí un año. Hoy llevo 25. Soy su director ejecutivo desde hace 9 años y mi amor por esta organización sigue intacto.
En 2024, Hogar de Cristo celebra 80 años desde su fundación por Alberto Hurtado. Cuenta con 3 mil trabajadores y más de 2 mil voluntarios. Nuestro propósito es mejorar la calidad de vida de personas de extrema pobreza a lo largo del país, interviniendo en educación, vivienda, salud, trabajo y entorno.
Coincidentemente, muchos de mis amigos en la universidad han seguido caminos distintos a los que se espera de un ingeniero civil. Y ese también es un privilegio, porque detrás está la libertad de elegir. Y sobre todo el camino seguro que da una educación de calidad y sin tropiezos, ideal con el que ni siquiera pueden soñar esos 227 mil niños y jóvenes que están excluidos de la educación.
Yo agradezco mi paso por Ingeniería Civil que fue clave en mis vocaciones, la social y la literaria. Ahí se sembró el germen de ambas y obtuve herramientas útiles para desarrollarlas. Tanto para componer un libro de poemas como para liderar una organización como el Hogar de Cristo, que cuenta con muchos trabajadores, sindicatos y programas sociales en todo el país, lo que implica gestionar sistemas complejos. En palabras de Humberto Maturana, esto significa “coordinar coordinaciones” con el fin de alcanzar un propósito: la belleza y la verdad en lo que al arte se refiere, y la superación de la pobreza, en el caso del Hogar de Cristo.