Carlos Vöhringer, director técnico del Hogar de Cristo

Este año, en medio de la 'pandemia' y todas sus complejas circunstancias, tres jóvenes llegaron a la Hospedería de Valparaíso del Hogar de Cristo, buscando refugio. M.C., de 19 años, venía derivada de la Oficina de la Mujer del puerto. Había egresado en 2020 del Sename, la había recibido una tía, pero tuvieron problemas de convivencia y terminó en la calle. D.C, de 20, dejó la residencia de protección donde había vivido por años y se fue a la casa de su abuela materna, donde un tío empezó a agredirla se manera sistemática. L.B se fue a vivir con su padre y ambos se contagiaron de COVID19, lo que hizo que la Secretaría Regional Ministerial de Salud llamara al Hogar de Cristo para buscarle un lugar de acomodo en alguna parte.

Las tres jóvenes tienen lo mismo en común: haber estado bajo la protección del Estado en una residencia del Sename, y no estar cursando estudios al cumplir 18 años, la mayoría de edad legal en Chile.

Ese cumpleaños, motivo de fiesta para muchos, para estas jóvenes, marca la salida a los leones, una incertidumbre total, un salto sin paracaídas. Por ley, los 18 son el punto de inflexión que pone término a la medida de protección aplicada por el tribunal competente. Esto, salvo que se acredite la condición de alumno regular, lo que permite que la subvención y el cobijo que reciben se mantengan hasta los 24 años. En caso contrario, se les egresa, sin la preparación ni las condiciones para ser autónomos y autosuficientes, lo que ha llevado a que muchos terminen viviendo en la calle, sin proyecciones sobre su futuro.

El paso hacia la vida autónoma e interdependiente de todos los jóvenes es desafiante, pero para quienes se han criado en el sistema de protección y deben desligarse del cuidado estatal, es un desafío gigante. Como dijo una de las jóvenes que participó en un seminario sobre el tema al que dio cobertura revista Sábado:

“El resto cayó en las drogas, porque no fueron capaces de soportar sus vidas”.

Se refería a la mayoría de sus compañeras de la residencia donde se crio y que no estudiaron, como sí hizo ella.

Este egreso crítico requiere que las políticas públicas entreguen soporte social en múltiples dimensiones: educación, empleo, vivienda, salud y mentoría luego del egreso. En Uruguay, se les garantiza vivienda y alimentación y en Argentina se entrega una transferencia monetaria no condicionada a todos los egresados de residencias de protección.

Dada la importancia de las redes en la transición hacia la adultez, debemos exigir el compromiso de distintos actores del Estado y de la sociedad civil a nivel comunal y local —escuelas, consultorios de salud, empresas, oficinas municipales— para que puedan relacionarse y trabajar en conjunto con la residencia desde que los adolescentes tienen 12 años. Es conveniente postergar la edad de egreso del sistema, según las necesidades de cada joven, incorporando dispositivos intermedios de vivienda, como casas de pre-egreso o departamentos asistidos, para garantizar una transición no abrupta a la vida adulta. Y se requiere una estrategia sistemática e integral de seguimiento post egreso.

Estas medidas son esenciales.

La nueva Ley del servicio de protección especializada sostiene que las residencias deben trabajar en coordinación con otros ministerios y servicios para favorecer esta salida la vida con paracaídas de todo tipo. No hacerlo es empujar a los más vulnerados y vulnerables de todos a un salto directo al vacío.