El compromiso con la defensa y promoción de los derechos humanos ha sido uno de los avances civilizatorios más relevantes de la historia moderna. Son parte del aprendizaje de nuestra época, particularmente tras la Segunda Guerra Mundial, sin perjuicio que ya a fines del siglo XIX surgieron diversas normas sobre conflictos bélicos.
Con posterioridad a dicha conflagración global se adoptaron diversos tratados multilaterales tendientes a hacer efectiva esta protección, de la cual nuestro continente fue pionero. El derecho internacional se alza así como un conjunto de normas básicas de la convivencia entre personas y los estados.
Experiencias históricas dramáticas han reforzado en diversas zonas del globo y en algunos países esta convicción. En Chile, su reconocimiento alcanza en 1989 una consagración formal en el artículo quinto de la Carta Fundamental, aunque desde mucho antes se habían recogido derechos y garantías específicas.
Por tanto, la vigencia y supremacía de los derechos humanos a estas alturas no resulta cuestionable.
Tampoco la obligación del estado y sus órganos de promoverlos y respetarlos, garantizando así una convivencia pacífica y la mayor realización del bien común.
Las lamentables declaraciones de un parlamentario se han transformado en una oportunidad para poner a prueba esta exigencia. Las expresiones de las principales autoridades del país y de un amplio espectro de personeros políticos rechazando tales dichos y ratificando su compromiso con los derechos humanos en general y con las víctimas de violaciones tan graves como las sucedidas, son una buena señal.
Sin embargo, debemos seguir trabajando para que ellos sean cada vez más conocidos, defendidos y protegidos. No sólo a través de declaraciones, sino también avanzando en la verdad y justicia de los casos pendientes y en los correspondientes actos de reparación, como asimismo mediante el reconocimiento expreso de estos principios en textos legales, como las nuevas normas sobre migración.